La medicina perdida



Sucedió en la comunidad Pech de Las Marías, el último asentamiento humano antes de sumergirse en las profundidades de la Biosfera del Río Plátano.

Mi amigo Jorge Ferrari descubrió en la pequeña cabaña de madera que nos albergaba, una especie desconocida de araña, una más pequeña que una tarántula, pero con un raro color gris claro. Tratando de manipularla para tomar fotografías, la araña clavó sus colmillos dos veces, muy rápidamente, en la mano de mi amigo.

Lo que siguió a continuación fueron las dos o tres horas más angustiantes de ese viaje (y de muchos de mis viajes por la selva hondureña). El dolor de la mordida se volvió más y más fuerte, al tiempo que empezaron a paralizarse los músculos de la mano a mi amigo. Primero los dedos, después la mano.

Jorge, un reconocido especialista en reptiles y anfibios, me pidió que tomara notas sobre todo lo que iba sucediendo. Aunque él no era un entendido en arácnidos, recordó que hasta ese momento no existía en el país ningún registro de especie de araña con veneno mortal. Pero estando en las puertas de la zona núcleo de la Biosfera del Río Plátano, en la Mosquitia Hondureña, todo era posible.

Por supuesto, no había doctor ni centro de salud en la aldea Pech. La esperanza más cercana era un médico cubano a un par de horas por cayuco en el río Plátano. La situación era tensa y los remedios modernos que cargabamos en nuestro botiquín de primeros auxilios no parecían surtir efecto.

De pronto, apareció el anciano cacique de la aldea. Era un hombre  muy viejo, sin edad, de paso lento y silencioso. No hablaba español, pero las mujeres de la aldea nos sirvieron de intérpretes. El anciano pidió ver la araña (para ese momento ya muerta de un violento zapatazo) y después de revisar la mano de Jorge nos dijo que iba a la montaña a buscar medicina.

Lo vimos tomar su cayuco, atravesar el río y perderse en la orilla opuesta rumbo a la ya oscura  montaña. Cerca de una hora después, el cacique reapareció en la habitación. Traía consigo un emplasto de hierbas que había colectado en la selva y se lo puso a mi amigo en la herida.

Para ese momento, Jorge estaba lívido, sin energías. El dolor había llegado al hombro al igual que la parálisis del brazo. El tejido alrededor de la herida en la mano inflamada presentaba un feo y oscuro color, muy similar a la necrosis que provoca la mordedura de ciertas serpientes venenosas.

Teníamos miedo de lo que podría suceder. Parecía obvio que el dolor podría seguir avanzando hasta alcanzar el pecho de mi amigo. Jorge lo sabía, yo lo sabía. ¿tendría fuerza el veneno para alcanzar el corazón de mi amigo?

El cacique limpió la herida, aplicó el emplasto y le dio a beber una infusión que él mismo había hecho previamente. Esperamos.

En la siguiente hora, poco a poco, el dolor fue disminuyendo y Jorge comenzó a a recobrar el movimiento del brazo. Después de un rato, ya mucho mejor, mi amigo se durmió.

Al día siguiente, salimos hacia la zona núcleo, remontando río arriba. Tras el dramático episodio de la noche anterior, debíamos proseguir con nuestros planes para internarnos por varios días adentro de la selva. Quisimos despedirnos del cacique, pero como todos los días, él ya había salido hacia la montaña. Nunca pudimos averiguar el nombre en Pech de la araña ni de las plantas que habían salvado a mi compañero.

Dos o tres años después regresamos a Las Marías. Una de nuestras metas era platicar con el anciano y registrar las plantas que había utilizado en el incidente. Era menester registrar para el hombre urbano, para la ciencia  moderna, el antídoto que poseía el viejito. Medicina natural con siglos y siglos de antiguedad y eficacia.

Pero no pudimos. El viejo cacique había muerto el año anterior y con él, los conocimientos de su mundo. Nadie en la aldea sabía cuál o cuáles habían sido las plantas que utilizó el anciano en aquella ocasión.

Cuando un idioma nativo se pierde, se pierde una cultura. Desaparece una forma de ver el mundo, ópticas distintas a la nuestra. Desaparecen, textualmente, cientos y cientos de libros orales llenos de medicinas naturales, técnicas de cacería y pesca, cosmovisiones religiosas, gastronomía, historia, guerras, nacimientos, familias, arquitectura, astronomía...desaparece todo.

El pueblo Pech vive en cerca de nueve o diez aldeas y caseríos ubicados en el departamento de Olancho y la Biosfera del Río Plátano. Apenas pasan de tres mil sus miembros y cada día son menos y menos los Pech que hablan la lengua nativa. Los jóvenes se apenan de hablarlo y prefieren comunicarse en español o miskito, lenguas más llamativas y útiles para el comercio.

¿Cuántas lenguas étnicas se hablan en Honduras? Son siete: Pech, Tol, Miskito, Tawahka, Garífuna, Creole y el recién introducido Maya-Chortí (hace unos diez o quince años el pueblo Chortí trajo a unos maestros de la lengua Maya -Chortí de Guatemala para integrarlo a  su cultura).

Es curioso. Si usted está leyendo esta nota a través del internet, es muy seguro que sea parte (al igual que yo), de una élite socioeconómica que posee un grado universitario, que ha viajado al exterior y que lucha a brazo partido porque sus hijos estudien en una escuela bilingûe de inglés-español (en ese orden). Y al igual que los jóvenes Pech, nuestros hijos están perdiendo la lengua nativa.

Quizá es un buen momento para incorporar las lenguas étnicas, nuestras propias lenguas, en los planes de estudio de escuelas, colegios y universidades. Invertir en nuestra identidad nacional.

Que La Fuerza nos acompañe...siempre.


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