La montaña plateada
Un mural público que engalana el pueblo.
Es jueves. Son las diez de la mañana y estoy tomando
fotografías en la laguna. Me gusta venir aquí con mis hijos a darle de comer a
los patos y a las tortugas. Pero ahora ellos están en clase (mis hijos, no lo
patos) y yo he venido a sentarme un rato, disfrutar del paisaje y de la enorme
tranquilidad del pueblo.
Hace frío; la gente anda con chumpas o suéteres
y sombreros o gorras. Curioso en este mes de marzo, ya pleno verano. Pero así
es Santa Lucía.
La semana pasada les compartí sobre las flores de
este municipio de Francisco Morazán. Cerca de Tegucigalpa, pero
convenientemente distante (son 12 kilómetros que nos separan del bullicio, el
tráfico y la política de la ciudad capital).
¿Por qué vivo aquí? Quizá la más obvia de las razones
es el clima tan agradable (hoy debemos de estar a unos 19 grados centígrados),
pero lo que en verdad más me gusta es su gente tan cálida y la paz que se
respira. Eso para empezar, pero existen otras razones que vale la pena
mencionar.
Por ejemplo, la biblioteca pública del pueblo es
bastante agradable, muy bien aprovisionada de libros escolares y de literatura
hondureña. Mejor aún, es de las pocas bibliotecas públicas que se toma la
molestia (y la iniciativa) de apoyar a autores locales para producir libros que
tratan sobre el pueblo y sus habitantes.
Mire usted.
Otra razón es la historia que tiene esta comunidad.
Santa Lucía comenzó como un pueblo minero y durante muchos años sus montañas
dieron tanto oro y plata que hasta el rey Felipe II de España supo de su
existencia. Prueba de ello es que el soberano le obsequió al pueblo, en 1572 y
como retribución, el ahora famoso Cristo de las Mercedes que reina en el
retablo mayor de la iglesia.
Por cierto, la historia de esta iglesia se remonta
al mismo siglo y fue hasta en el siglo siguiente que se le añadió la nave
principal que ahora conocemos. A finales del siglo XVIII se le añadieron las
torres de los campanarios.
Cuando uno llega al pueblo, lo primero que captura
la atención es su laguna. Debido a la poca movilidad que tienen sus aguas, la
laguna posee poco oxígeno y así adquiere su color verde que la identifica. A
pesar de eso, no hay nada que detenga a los pobladores a saborearla al caer la
tarde. Es punto de reunión casi obligado, quizá por la “vistada” o quizá por la
bulliciosa algarabía que hacen los
cientos de pájaros que duermen en los árboles vecinos.
Los fines de semana, especialmente los domingos, los
personajes cambian y son entonces los turistas quienes la ocupan para remar en las
pequeñas balsas que se rentan por una cuota más que módica.
Santa Lucía es un pueblo chico entre altas montañas plateadas
de nubes, que se ha ido abriendo al turismo poco a poco. En la actualidad
existen varios hoteles pequeños de muy buena factura como Brisas de Santa
Lucía, La Posada de Doña Estefanía, El Hotel Santa Lucía y el Texas Guest House.
Todas son opciones más que convenientes para pasar una estancia cómoda y
tranquila.
Cuando pueda, estimado lector, dese una vuelta por
Santa Lucía. Venga a descansar, a relajarse, a olvidarse de los problemas y a
leer. O a darle de comer a los patos de la laguna.
Una iglesia que se puede mirar con otros ojos.
La laguna es un oasis. Y es de todos.
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