Nunca más

- Sí mi Vida...Sí Amor...Ya sabés que sí mi Cielo…

Stephen Eduvijo se quedó callado por un momento después de colgar el teléfono. Bueno, en realidad más de un momento. Tenía que pensarlo muy bien. Aunque fuera la quincuagésima vez, solo en la última hora.

Y no era para menos. Ciertamente no era comida de trompudos lo que se le venía por delante. Sí él llegaba a resistirse, a negarse, su Mujer le iba a cortar, por lo menos, los codos. O algo peor que viniera en pares… (vaya, por ejemplo; ¿Qué sería de él sin orejas?).

Para ser sinceros, Stephen Andrews Eduvijo Pérez siempre tuvo miedo de que eso pasara. De hecho, para ser más sinceros, siempre le había tenido miedo a ella. Desde aquella primera vez que lo obligó a hacerlo recién operado de la vesícula.

Él, no ella.

En ese momento (y Stephen Eduvijo siempre lo recordaría con claridad para toda su vida), a él le pareció que el olor a formol y anestesia como que la transformaba. Como que la ponía…ummm…¿Loquita? Bueno, algo por el estilo, digamos.

Claro, él no se sintió muy a gusto haciéndolo así, con esa batita ridícula del hospital que dejaba ver sus muy pocos y planos encantos traseros. Y ni se diga que ni agacharse podía porque todavía tenía la panza rajada.

Pero bueno, había que cumplir. ¿O no?

Tampoco se sintió del todo a gusto la vez que le ordenó hacerlo en el patio de la casa de sus papás, o sea, de los suegros, a las doce del mediodía y bajo el tamarindo. Al pobre Stephen Eduvijo le dio miedo que lo vieran. Casi ni podía moverse, menos torcer, estirarse, agacharse.

Pero ahí estuvo, complaciendo a su Mujercita.

Ciertamente no siempre fue ella de esa manera. Al principio solo eran episodios esporádicos, divertidos, que con el tiempo se fueron haciendo más frecuentes, más autoritarios, más exigentes y más… ¿cómo es esa palabra elegante? ¿Bizarros?...Sí; bizarros.

Ella siempre fue rara. Tal vez por eso es que él se había prendado de ella. Por rara. Por distinta.
Pero con el paso del tiempo, como que se había pasado de la raya. Ya no era solo hacerlo aquí y allá, sino que había que aprovechar cualquier oportunidad. A veces sobre las piedras del río cercano; a veces, aprovechando el sol de las once en la playa.

Ya el pobre Stephen Eduvijo no sabía qué iba a pasar la próxima vez. ¿Con qué le iba a salir la siguiente?

Esto tenía que acabar.

Así no podía seguir. Él ya no soportaba esa vida. La espalda ya no le daba para hacer fuerzas y los médicos le habían dicho que ya no podía cargar más. “Que ni lo intentara” –le dijeron – “a menos que quisiera quedar tullido”.

Stephen Andrews Eduvijo Pérez lo pensó una última vez más. Y tomó la decisión de su vida.
Esa noche ya no se lo iba a hacer más a su mujer.

Esa noche, o compraba ella una lavadora automática marca Westinghouse, o dejaba de lavarle a mano sus calzones.

Nunca más.

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