El país del huevito frito

Erase una vez un país muy bonito, no tan grande, no tan chiquito.

Dos mares bañaban sus costas y una riqueza enorme en plantitas y animalitos del bosque le había sido dada por el Chavo de Arriba. Además, habían muchas montañas; ni muy altas, ni muy bajitas.

A pesar de todos sus tesoros, el país parecía estar en medio de la nada. Ni para atrás, ni para adelante. Pero eso no les importaba a sus habitantes, gente sencilla que amaban su "pueblón", como le decían cariñosamente.

Todas las personas se vanagloriaban de su forma de ser; de su sonrisa, su amabilidad, su parsimonia. De sus gustos sencillos que no cambiaban por nada del mundo. Tal vez por eso les encantaba el huevo estrellado frito. De hecho, les gustaba tanto que lo comían en la cena con tanta regularidad como en el desayuno. Es decir, casi a diario.

Algunos días, la gente se aburría del huevito estrellado y lo cambiaban por huevito picado con tomatito y cebolla. Eso si, siempre frito.

Los extranjeros que llegaban al país, ya fuera en plan de turismo, trabajo o hurto, se sorprendían con esa costumbre gastronómica tan arraigada. Pero más les sorprendía que al huevito, casi religiosamente, le acompañara en el mismo plato una cucharada de frijolitos fritos,  más cinco o seis rodajas de platanitos fritos, una porción reducida de aguacatito, dos pedacitos de queso seco, una cucharadita de mantequilla escurrida, varias tortillas de maíz y algún embutido de carne que por supuesto, también había sido frito.

Dependiendo de la hora en que tan extraordinario platillo fuese servido, se le llamaba "El desayuno típico" o "La cena típica". No importaba el lugar donde el comensal se sentará a degustarlo, ya fuera en un hotel, en una casa ajena o de su propiedad, siempre había un atento mesero, un buen anfitrión o la propia aeromoza de tierra encargada de la cocina, que se empeñaba por explicar, por nonagésima vez, en que consistía el famoso manjar. Todos daban por sentado que era un acto de cortesía explicarlo por aquello de las cochinas dudas. "Nunca se sabe" había declarado alguna vez San Chelato y todo el mundo lo repetía
.
Esta pasión por tan rígido menú se extendía a lo ancho y largo del país. Aunque desde hacía muchos años, había pequeñas diferencias en la composición del platillo con la gente de la costa norte. Allá, tal vez por la abundancia del banano, los locales preferían sustituir la tortillita por platanito verde cortado en tajadas. Y cómo ya lo habrá adivinado el amable lector, las tajadas también eran fritas en aceite, aunque lo más probable, en manteca de cerdo.

Por allá también decidieron un día que la vida era demasiado corta para perderla sentado atragantándose tan abundante banquete. Tal vez por aquello del "Time is money" de las compañías bananeras, ellos fueron los primeros en apuchungar los frijoles, huevo, aguacate, platanitos, etcétera en un solo compartimiento para poder llevarlo y comerlo después. Así surgieron las famosas baleadas.  "For take out, please" -decía Mr. Gringo.

Para la hora del almuerzo, el menú nacional cambiaba el huevito frito por el arroz, pero se mantenían los frijolitos, el aguacatito, el quesito y las tajaditas. Y si se le añadía carne asada se llamaba entonces "El plato típico".

A veces, la carne se sustituía por pollo frito. Y ya que mencionamos eso del pollo frito, hay que hacer notar que este plumífero rico en triglicéridos se convirtió en menos de una década, en una especie de moda urbana, algo muy trendy, porque en cada esquina, en cada barrio, en cada ciudad, el viajero podía degustar desde una porción hasta un pollo entero por una cuota realmente módica. Algo gracias en buena medida a los concentrados con hormonas que se les daban de comer a los ingenuos pollos y que les ayudaba a adelantar su encuentro con La Pelona pasando de cuatro o cinco meses por la vía natural a tan solo 28 días. Un gran ahorro para el productor y bueno para el colesterol de los consumidores.

En fin, semejante obsesión con una ave y sus orígenes era tan obvia, que un día, un osado e impertinente consultor de algún banco prestamista con avidez mundial, declaró que el gusto de los nativos por tan limitado menú se había extrapolado a la política vernácula y que por eso solo habían dos tipos de políticos en la arena local: Los Mismos y Los de Antes. Y que cuando  uno ganaba, el contendiente perdedor pasaba automáticamente a la llanura para esperar el turno de volver a subir.

Tan atrevida como impropia aseveración fue rápidamente atacadas por los más connotados e insignes comentaristas de la televisión, palillonas, locutores de radio, la junta directiva del Seguro, la banca de la Selección y diecisiete conserjes de algún congreso local. Tanta fue la presión (y las amenazas de expulsarlo del país con todo y pijama) que el imprudente consultor optó por "tomarse las de Villadiego" o como dicen los chavos, se hizo humo. U otra cosa.

"Se fue porque nunca le entendió al trámite" terminó sentenciando El Gobernante mientras se comía su tercera baleada.  Y con ello, todo volvió a la normalidad. Tanto, que apenas unos meses después. ya nadie se acordaba del consultor. Ni del Bananagate, ni del Trans, ni del Carretillazo, ni de los Call Centers, ni del barco perdido cargado con frijoles arruinados y mucho menos de los casos de estudio en Harvard University.

Pero esas son otras historias. Historias sin finales felices. Ni tristes tampoco. Solo historias que se repetían día a día, mes tras mes, año tras año, en un país muy bonito, no tan grande, no tan chiquito.

Como un huevito frito.








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