Mire Usté...

¿Y entonces? - le preguntó su Mujer por tercera vez, ya con ese tonito tan, tan, tan así ya saben cómo.

- Ajá...¿cuándo?- volvió a preguntar, pero ahora elevando la voz en una nota más aguda. Más histérica.

Stephen Andrews Eduvijo Pérez se quedó callado. Como siempre. Como cada vez que pasaba lo mismo. O sea, como diario.

-Hombre-pensó Eduvijo para sus adentros - de haber sabido que así iba a ser la cosa, mejor ni le hubiera pedido la mano. Ni la mano ni otra cosa...

¡Caramba! De hecho y ya pensándolo mejor, si bien estaba yo solo -continuó el hombre en sus cavilaciones- Cierto, flaco, menesteroso y necesitado, pero libre. Comiendo cuando quería (o cuando había algo en la refri) y durmiendo a la hora que se me antojaba.

Aquellas doradas épocas de andar solo cubierto con una toalla por todo el departamento habían pasado al recuerdo. Y con ellas, su toalla favorita (su Mujer dijo que ya estaba muy vieja y que además, no quería ningún recuerdo de algo que hubiera usado alguna rubia oxigenada y pasajera en la vida anterior de su ahora esposo).

Con la toalla favorita se fueron al basurero sus jeans desgastados que había conservado desde la U. Es verdad que ya no le quedaban tan bien como cuando tenía aquella famosa cintura 29, pero bueno, seguían siendo sus jeanes favoritos. Mamados es cierto, pero favoritos.

Le dio tristeza cuando supo, algunos años después del casorio, que al regreso de la luna de miel también le había botado las fotos de Juanita, Ludovica, Gertrudis y Segisfreda ("Segis" le decía él de cariño). Ah...y la de aquella maestra de cuarto grado que realmente sabía enseñar...todo.

Nunca elevó la voz cuando ella decidió que los domingos eran días consagrados para compartirlos con sus papás, ahora sus suegros. Y con los ocho hermanos de ella.

Y bueno, de los viejitos nada qué decir. Pero ya se imaginarán que con ocho cuñados, pues de todo hay en la viña del Señor. Uno de ellos había estado en la Selección Nacional y por supuesto, nunca había metido un gol. Más duro que una rosquilla destapada de tres semanas.

El mayor había trabajado en el Seguro (sin ser doctor ni enfermero siquiera) y después de cinco meses se compró una Prado nuevecita, dejó a la mujer y se fue con una Palllona a rodar por el mundo. Acababa de regresar, sin Prado, sin chava, sin un cinquito y andaba buscando chamba de busero para las concentraciones del Partido. Que dizque allí iba a recoger el billetón...aunque fuera de cincuenta en cincuenta pesitos.

En fin, que ni para qué contar de ellos. Lo realmente importante fue que sus domingos se fueron al carajo. Aunque hay que reconocer que al principio todo fue dulce, todo fue panela. Hasta bonito.
Hasta aquél día que ella decidió que las cuentas de la casa las iba a manejar ella. Y también su sueldo.

Allí fue donde la mula botó a Genaro.

Las cervecitas de los sábados con los aleros se convirtieron en cortinas nuevas para toda la casa. Las entradas al estadio se permutaron por un juego de sillas de jardín y la champuseada de su carro cada domingo en el Car Wash, pues le fue endosada al de ella.

- Mire Usté-dijo en voz alta, sin quererlo, el bueno de Eduvijo mientras pensaba en todo eso.

-¿Mire qué? ¿Mire qué? - le dejó ir la Mujer- No papito, si aquí el único que tiene que ver es Usté...Vea y póngale suficiente quesillo a esa tortilla que ya ratos me tiene hambreando...¡Póngale!

Stephen Andrews Eduvijo Pérez se quedó callado como siempre, mientras le ponía el quesillo de Choluteca a la tortilla que tenía ya en el comal.

- Miré Uste-dijo muy suavecito, entre dientes, Eduvijo - hoy si que estamos todos ustedes jodidos...más reventados que manifestante en la U...

Y como quien no quiere la cosa, el buen Eduvijo se persignó tres veces antes de echar la segunda tortilla al comal. Y es que cuando el Diablo anda hambriento...¡Uuuy!

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